Eran dos seres que nunca supieron lo que querían ni lo que buscaban hasta aquella vez que sus miradas se cruzaron y al poco tiempo se dieron cuenta que lo que nunca esperaron pero que siempre quisieron estaba frente a sus ojos, y era su alter-ego. Así de súbito se amaron y cada día ese sentimiento se hacía más grande, y los seres se volvían cada vez más uno sólo, hasta que de repente la unión era tan grande que un naciente deseo sólo pudo hacerla más fuerte.
Empezaron aferrándose a los brazos del otro con tal fuerza que en aquellas despedidas dolosas lo único que se soltaba era la frágil carne de sus miembros, y si ello no era suficiente, la marca de una boca apasionada en la piel, o una sútil mancha rojiza en el cuello, podía hacer menos tediosa la espera y adular al pensamiento por días, por horas.
Entre más crecía el amor, los seres ya no eran 2, sino uno partido a la mitad, y para volver a unirse la pasión los incitó a morderse los labios como si se les fuera la vida en ello, cada vez más fuerte y más profundo, hasta que las bocas eran tan rojas como el vino, y los labios destacaban del rostro y florecían por su sangrante color, abiertos de par en par a causa de tantos besos-testigos de luchas a morir entre lenguas-contrincantes, cuyas batallas nunca llegaban a un final, simplemente a un periodo tranquilo de calma donde se buscaban unas a las otras, para volver a empezar.
Fue tanto el arrebato que un día no pudieron más y las bocas fueron de un extremo al otro, y de tanto morderse, de tanto besarse, sus rostros se desfiguraron y cuando se separaron por una monstruosa falta de aire, no parecieron sorprenderse de verse irreconocibles el uno con el otro, sino que en su amorotropofagia se encontraron más perfectos que nunca y con tanto amor en sus miradas que nunca se dieron cuenta de las consecuencias de sus actos.
Literalmente.
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