Muerto de ti, por ti, no puedo sino dejarte ir y suspenderme en éter para que no me duelan las plantas de los pies, la piel sometida a la ropa, los pulmones cuando el aire se abre paso, el pecho sacudido por disparos de la aorta. Muerto de ti, lejos, renuncio a pensar siquiera porque el cerebro es un badajo. Lejos de ti, menos despierto, me unto a la ventana como vaho si imagino que pasarás.
Por lo menos dame cápsulas de ti para no extrañarte, para no sentirte lejos sino en mí, parte de mí, hojuelas de mi cereal, tapiz de cada cantina a la que me entrego. Dame cápsulas de ti que contengan esencias de tu labio inferior, pequeña luz roja que ilumina incluso a un ciego como yo. Cápsulas, mi amor, para disponerte en cada viaje, si es que arrastro la cobija, o simplemente para cuando no estás.
Enséñame a tomarte a diario, escríbeme la receta: tres cápsulas de ti en el desayuno, dos antes de dormir, y doscientas en la madrugada para ver si de una vez por todas me muero de una sobredosis. Y ríndeme lo mismo que en persona, porque no busco placebo: ríndeme los mismos besos y las mismas mañanas (que recibo con las cortinas corridas para dilatar la fuga de la noche anterior).
Dame cápsulas de ti y enséñame a entender que realmente no te necesito.
Dame cápsulas de ti para no pensarte tanto.
Muerto de ti, por ti muerto, levanto los cerros hasta el cielo y pongo orden entre las olas y el continente. Porque un hombre se transforma en Hércules al querer, y más fuerte y poderoso se vuelve cuando sabe que ha perdido.
Muerto, floto en el aire por ti, ligero, como el humo del cigarro que devoro para terminar este texto.
Lejos de ti, me atengo al sereno.
Alejandro Páez Vela.
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